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By David Magallanes • Guest contributor
The 18th-century French writer Nicolas Chamfort had an arguably perceptive view of the effects of time on our human lives. He wrote, “In order not to find life unbearable, you must accept two things: the ravages of time and the injustice of man.”
We who are older are only too aware of the first “thing” that we are expected to accept: the ravages of time. We’ll save the controversial “acceptance of the injustice of man” part of the statement for another article.
We all know that “time waits for no man (or woman).” In our more advanced years, we uncomfortably face the prospect of declining health and dependence on others. Past a certain age, we know that we are on the downward slope, picking up speed as we seem to accelerate toward an uncertain future.
At the same time that we have accumulated a lifetime of wisdom, we begin to catch the first glimpses of our vision and hearing and physical endurance starting to deteriorate. The signs of aging emerge as surely as the rose withers.
As a result, we find that we become more immersed in the urgency to leave our mark on the world, to ensure that our lives will have mattered, to leave a legacy for our descendants. We find ourselves forced to admit that we too, after all, are subject to the natural laws that govern both the blessings and ravages of time.
Of particular concern to many of us in our “mature” years is the very real possibility of cognitive decline as we careen forward through time. Dementia seems to strike randomly, but when it does, it is merciless and cruel toward us and our families.
As we age, we are obliged to make emotional and psychological adjustments. Beside the physical and cognitive concerns, we may have to pass through common life phases such as the emptying of the nest, retirement, and the legal aspects of aging.
In the midst of these adjustments, we may, out of necessity, find that relationships in all areas of our lives must evolve. The ties we experience with our children, surviving parents, partners, friends, and acquaintances shape-shift in response to the inevitable changes in our lives.
But aging, despite its challenges, is not meant to be a dark, sinister, portentous stage of our lives. Time confers both ravages and blessings. The value of wisdom cannot be underestimated. In older age, we may well have more time to dedicate to activities that we enjoy rather than activities that are forced upon us by virtue of our career choices.
In our latter years, we will have learned from our mistakes and those of others (hopefully, at least!). We can latch on to those blessings that life grants to those who have “done their time” throughout their youth and middle age.
Whatever our fate, exuding optimism to the extent possible and appreciating family and friends and the beauty around us will carry us gently into the arms of our destiny.
Along the way, perhaps we can explore the enigmatic suggestion offered to us by 17th-century French playwright, Jean Racine. In one of his plays, he refers to repairing the “irreparable ravages of time.” How could we possibly do this?
My guess would be that we can do this with resignation imbued with contentment and wisdom.
— David Magallanes is a retired professor of mathematics.
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Las Bendiciones y los Estragos del Tiempo
Por David Magallanes • Columnista invitado”
Podría decirse que el escritor francés del siglo XVIII, Nicolas Chamfort, tenía una visión perspicaz de los efectos del tiempo en nuestras vidas humanas. Escribió: “Para no encontrar la vida insoportable, debes aceptar dos cosas: los estragos del tiempo y la injusticia del hombre” [traducido del inglés.]
Nosotros, que somos mayores, somos muy conscientes de la primera “cosa” que se espera que aceptemos: los estragos del tiempo. Dejaremos la controvertida parte de la declaración sobre la “aceptación de la injusticia del hombre” para otro artículo.
Todos sabemos que “el tiempo no espera a ningún hombre (o mujer)”. En nuestros años más avanzados, nos enfrentamos incómodamente a la perspectiva de la dependencia de los demás y de un deterioro de la salud. Pasada cierta edad, sabemos que estamos en una pendiente descendente, ganando velocidad a medida que parecemos acelerar hacia un futuro incierto.
Al mismo tiempo que hemos acumulado toda una vida de sabiduría, comenzamos a vislumbrar los primeros destellos del deterioro de nuestra visión, oído, y la resistencia física. Los signos del envejecimiento emergen con tanta seguridad como se marchita la rosa.
Como resultado, nos encontramos más inmersos en la urgencia de dejar nuestra huella en el mundo, de garantizar que nuestras vidas hayan importado, de dejar un legado a nuestros descendientes. Nos vemos obligados a admitir que, después de todo, nosotros también estamos sujetos a las leyes naturales que gobiernan tanto los beneficios como los estragos del tiempo.
De particular preocupación para muchos de nosotros en nuestros años “maduros” es la posibilidad muy real de deterioro cognitivo a medida que avanzamos en el tiempo. La demencia parece aparecer al azar, pero cuando lo hace, es despiadada y cruel con nosotros y nuestras familias.
A medida que envejecemos, nos vemos obligados a hacer ajustes emocionales y psicológicos. Además de las preocupaciones médicas y cognitivas, es posible que tengamos que pasar por fases comunes de la vida, como el síndrome del nido vacío, la jubilación y los aspectos legales del envejecimiento.
En medio de estos ajustes, es posible que, por necesidad, descubramos que las relaciones en todas las áreas de nuestra vida deben evolucionar. Los vínculos que experimentamos con nuestros hijos, padres sobrevivientes, parejas, amigos y conocidos cambian de forma en respuesta a los cambios inevitables en nuestras vidas.
Pero el envejecimiento, a pesar de sus desafíos, no debe ser una etapa oscura, siniestra y portentosa de nuestras vidas. El tiempo confiere estragos y bendiciones. No se puede subestimar el valor de la sabiduría. En la vejez, es posible que tengamos más tiempo para dedicar a actividades que disfrutamos en lugar de actividades que se nos imponen en virtud de nuestras profesiones elegidas.
En nuestros últimos años habremos aprendido de nuestros errores y de los de los demás (¡o es lo que se espera!). Podemos aferrarnos a esas bendiciones que la vida otorga a quienes han cumplido con el deber de su juventud y mediana edad.
Cualquiera que sea nuestro destino, irradiar optimismo en la medida de lo posible y apreciar a la familia y los amigos y la belleza que nos rodea nos llevará suavemente a los brazos de nuestro destino.
En el camino, tal vez podamos explorar la enigmática sugerencia que nos ofrece el dramaturgo francés del siglo XVII, Jean Racine. En una de sus obras se refiere a reparar los “estragos irreparables del tiempo”. ¿Cómo podríamos hacer esto?
Supongo que podemos hacer esto con resignación imbuida de satisfacción y sabiduría.
– – David Magallanes es un profesor jubilado de matemáticas.
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