Bilingual commentary: Why so quiet?

David Magallanes

By David Magallanes / Guest contributor

Last week, I introduced the topic of my recent trip to London, England. The following is not necessarily fact, but rather what I managed to make out during that recent visit. These are my perceptions and interpretations of what I observed. If you, my dear readers, have other experiences very different from mine, let us salute our different perspectives!

Upon walking recently through the streets and parks of London, and riding through the southern part of the country on a train, something — initially an I-don’t-know-what — seemed strange and different. Of course, it’s to be expected that things will differ from what we’re used to in our home environments, but throughout the first days of my stay in the British Kingdom (or what’s left of it), I could not point out exactly what that “something” was.

Then, suddenly, I understood. Despite that I was in one of the largest cities of the world, there was not that much noise. Naturally, there were the normal noises associated with traffic and of people in the streets and parks, but these folks didn’t seem to go crazy trying to make more noise than necessary.

For example, during two weeks of walking what seemed like from here to eternity (since my cousins and I love killing ourselves with exercise), we didn’t hear a single car with speakers playing a bass that would shake up, as in an earthquake, those who were unfortunate enough to find themselves nearby. The subway (known as “the Tube” in London), where at times people would pile up one atop the other like canned sardines as in any public transport system of a large city, I did not see one single person going way out of his or her way to make the lives of others miserable with aggressive or loud music, or yelling just to carry on a conversation. It was as if the British would have felt that such behavior demonstrated a lack of decorum. The Brits are famous for their sense of decorum.

On the train between London and Manchester, a two-hour ride each direction, the people really  seemed to respect their fellow passengers, speaking (or rather, almost “whispering”) amongst themselves as if they believed that conversing at full volume was shameful and disgraceful. In the cafes, libraries and museums, it was the same. In the parks, in the midst of thousands of people enjoying the rare event of several days of clear and splendidly warm days … not even one single radio was cranked-up to maximum loudness playing the owner’s favorite music without any regard for the comfort of the neighbors around them. I had to pinch myself to be assured that I wasn’t dreaming.

It was as if it didn’t occur to anyone that it was their “right” to do whatever they felt like doing, whether or not the others liked it. They didn’t seem to think that due to their “rights,” the rest could go to hell if they didn’t want to put up with their abominable music.

Of course, things were different at the pub around the corner from the hotel!

Upon returning home, the differences between our society and that of the English (at least, that which I observed), were confirmed. We speak and laugh louder, and we drive with — let’s say — more “self-expression.” Many times, in the cafes that I frequent around here, the music they play is so loud, the workers serving the coffee are shouting at each other simply to be heard — something I never witnessed in London…and I spent quite a bit of time in the cafes with my cousins.

At this moment, writing this at an auto service center as I wait for my car to be serviced, a TV is on, loudly announcing the news, at the same time a radio is playing music in the background, a customer is screaming into his cell phone, and the very employees are joking around, playing and laughing loudly as if they were at the park playground.

On the other hand, I saw how the English like to throw a party, in this case because their dear and admired queen was celebrating a 60th year jubilee on the throne. They pulled out all the stops to celebrate this historic and unforgettable event. They know all too well that to celebrate in the future the 70th year of their queen as the sovereign of the Anglican Church would be even more spectacular, but that’s not at all guaranteed for them.

My trip to London offered me a greater perspective, and helped me to appreciate the blessings bestowed on us by the founders of our United States. We enjoy a freedom absolutely guaranteed (in theory, at least) by our Constitution — a freedom that allows us to express ourselves and show the world who we are, although others might not like it. This right is enshrined in the famous phrase of the English writer Evelyn Beatrice Hall: “I disapprove of what you say, but I will defend to the death your right to say it.”

— David Magallanes is a writer, speaker and retired professor of mathematics. You may contact him at adelantos@msn.com

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¿Por Qué Tan Callados?

Por David Magallanes / Columnista invitado

La semana pasada, introduje el tema de mi viaje reciente a Londres, Inglaterra. Lo siguiente no es necesariamente un hecho, sino lo que alcancé divisar durante este viaje.  Son mis percepciones e interpretaciones de lo que observé. Si ustedes, mis queridos lectores, tienen otras experiencias muy distintas de las mías…¡saludemos nuestras diferencias de perspectiva!

Al caminar recientemente por las calles y los parques de Londres, y al recorrer el sur del país por tren, algo—inicialmente un no-sé-qué—me pareció extraño, diferente.  Claro, es de esperarse que las cosas varíen de lo que acostumbramos experimentar en nuestros ambientes hogareños, pero a través de los primeros días de mi estancia en la sede del Imperio Británico (o lo que queda de él), no podía señalar exactamente qué era ese “algo”.

Luego, de repente, me cayó el veinte, como dicen por la tierra de mis ancestros. A pesar de que yo estuviera en una de las ciudades más grandes del mundo, no había tanto ruido.  Por supuesto, existían los sonidos normales del tránsito y de la gente en las calles y los parques, pero estas gentes parecían no enloquecerse por intentar hacer más ruido del que era necesario.

Por ejemplo, durante dos semanas caminando lo que parecía a veces desde aquí hasta el más allá (debido a que a mis primos y a mí nos encanta matarnos con el ejercicio), no escuchamos ni un solo carro con altoparlantes tocando un bajo que hiciera temblar a los demás que tuvieran la mala suerte de encontrarse cerca como si se les tocara repentinamente un terremoto. En el metro (conocido como “el Tubo” en Londres), donde la gente a veces se amontonaba como sardinas enlatadas como en cualquier sistema de transporte público de una gran ciudad, no miré ni a una sola persona desvivirse por hacer una miseria de las vidas de los demás con música agresiva o fuerte, o gritando entre sí solamente para conversar. Era como si a los británicos les pareciera una falta de decoro comportarse así.  Los ingleses tienen fama de un buen sentido del decoro.

En el tren entre Londres y Manchester, un paseo de dos horas en cada dirección, la gente, de verdad, parecía respetar a sus compañeros pasajeros, hablando (o más bien casi “susurrando”) entre sí como si creyeran que conversar a todo pulmón era una desgracia y vergüenza. En los cafés, bibliotecas y museos, igual.  En los parques, en medio de miles de personas gozando de la rareza de varios días despejados y espléndidamente calurosos…ni un solo receptor de radio subido hasta la última rayita tocando a todo volumen la música favorita de su dueño sin tomar en cuenta la comodidad de sus vecinos en torno suyo. Tuve que pellizcarme para asegurarme que no estuviera soñando.

Era como que a nadie se le ocurriera que era su “derecho” hacer lo que le viniera en gana, les guste o no a los demás.   No parecían pensar que debido a sus “derechos”, los demás pueden ir al diablo si no quieren aguantar (apenas) su abominable música.

¡Claro, las cosas eran diferentes en la cantina inglesa a la vuelta del hotel!

Al regresar a casa, las diferencias entre nuestra sociedad y la inglesa (al menos, la que observé) se confirmaron.  Hablamos y reímos más fuertes y conducimos con—digamos—más “auto-expresión”. Muchas veces, en los cafés en donde yo voy por aquí, la música que tocan está fuerte, haciendo que los trabajadores sirviendo café griten entre sí para escucharse—algo que jamás observé en Londres…y pasé bastante tiempo en sus cafés con mis primos.

Ahora mismo, escribiendo esto en un centro de servicio automovilístico en donde estoy esperando a que terminen de revisar mi carro, un televisor está prendido, anunciando fuertemente las últimas noticias, al mismo tiempo un radio toca música en el fondo, un cliente está gritando en su teléfono celular, y los mismos empleados están cotorreando, jugando y riendo a carcajadas como si estuvieran en los columpios del parque.

Por otra parte, miré que a los ingleses sí les gusta echar una pachanga, en este caso porque su queridísima y admirada reina estaba cumpliendo 60 años en el trono. Echaron toda la carne al asador para festejar este evento histórico e inolvidable para ellos. Bien saben que poder celebrar en el futuro el año 70 de su reina como soberana de la iglesia ánglica sería aún más espectacular, pero que no es nada que se les garantice.

Mi viaje a Londres me ofreció un mayor perspectivo, y me ayudó a apreciar las bendiciones concedidas por los fundadores de nuestro país, los Estados Unidos. Gozamos de una libertad absolutamente garantizada (teóricamente, al menos) por nuestra Constitución—una libertad que nos permite expresarnos y mostrar al mundo quienes somos, aunque a otros no les parezca. Este derecho está conservada religiosamente en la frase famosa de la escritora inglesa Evelyn Beatrice Hall: “Yo desapruebo lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho de decirlo”.

-David Magallanes es un escritor, orador y profesor jubilado de matemáticas.  Se puede comunicar con él por e-mail a: adelantos@msn.com