By David Magallanes / Guest contributor
Huff, huff, puff, puff … inhale, exhale. It was another evening of routine discipline as I plowed my body around the running track at the local park.
The landscape was predictable in this neighborhood: the young men playing soccer; the girlfriends sitting around watching them; the dogs that should be on leashes; the skateboarders, tennis players and basketball stars; the children on the playground; the walkers, the lovers and the other runners trying to either lose or maintain their weight or, like me, just trying to stay fit.
When I closed my eyes for a moment, I could hear the conversations in Spanish. I almost had to wonder if anyone at the park spoke English fluently, or at all. I suddenly felt transported to another time in my life: the months I’d experienced living in Mexico City as I was wrapping up my college education.
Rounding a curve as I ran, I noticed something that would have stopped — or at least slowed — me in my tracks if it were not for the momentum of my moving body: two young, apparently Mexican, women sitting on a bench talking (in Spanish, like everyone else at this park).
Normally, this scenario wouldn’t have registered on my running radar, but something about their interaction caught my attention as I ran past them. They were staring deeply into each other’s eyes as they conversed. They touched one another. They were completely engaged with each other, ostensibly tuning out the rest of the world. No one else existed for them. They had constructed a universe of their own.
As I jaunted past them, pretending not to notice, I became aware that my American self unabashedly judged that they must be lesbian lovers. After all, “How could they be ‘just friends’?” After all, “When do two friends look at each other like that?”
They were looking straight into each other’s eyes and touching each other in a fashion that would ordinarily be considered “out of bounds,” or at least unusually close, in Anglo society.
But then, as I continued running in mindful — certainly not mindless — circles around the park, encountering these two mutually adoring princesses numerous times at a regular frequency, the Mexican consciousness that had matured in that fall semester in Mexico City surfaced and submerged the American component of my thinking.
My harsh judgment quickly gave way to understanding … and other emotions.
I had seen it before as a college professor at an educational institution of higher learning where Latinos far outnumbered Anglos and any other ethnic group on campus. Many of the female students were recent arrivals from Mexico, not yet inhibited by the social constraints imposed by a staid and emotionally limiting American puritanism. I had witnessed young women walking arm-in-arm, just as close friends commonly do in Mexico and other Latin American countries. I would see my Latina students hold each other quite naturally, but in ways that would raise eyebrows or suspicions and no doubt draw judgment and criticism from a puritan society. Here, we don’t realize that this is something quite normal in other countries.
I found myself fascinated that these young ladies would give each other permission to touch each other affectionately, hold each other, caress each other.
I understood the source of my fascination. I thought about when I was growing up in my family home. My family, I realized, had discouraged any touching of another. Period. I rarely saw my parents touch each other; they touched us children pretty much only when necessary. The fact that I was male only exacerbated the tactile vacuum. In American culture, men are socially forbidden from touching each other, lest we be called out with accompanying epithets and certain applicable and corrosive adjectives hooked on.
In my ultra-Mexican Catholic home environment, I learned not to touch, even socially. It took years to overcome the sense of physical isolation. Eventually, of course, I had to in order to lead a normal life. I married and had a daughter.
In middle age, I took another leap toward tactile normalcy through my experiences on the dance floor, where touch, of course, is absolutely necessary. I’m now able to hold a woman in my arms for the duration of a dance number without any suspicions or recriminations or misinterpretations.
At last, I’m free to reach out and touch and not feel any Catholic guilt.
— David Magallanes is a writer, speaker and retired professor of mathematics. You may contact him at adelantos@msn.com
El Toque Humano: Juicio crítico. Luego comprensión
Por David Magallanes / Columnista invitado
Soplos fuertes de aire…inhalar, exhalar. Era otra tarde de una disciplina rutinaria mientras arrastraba mi cuerpo alrededor de la pista en el parque local.
El paisaje era predecible en esta vecindad: los jóvenes jugaban futbol; las novias sentadas, mirándolos; los perros que debieran tener sus correas; los patinadores, jugadores de tenis, las estrellas del básquetbol; los niños en los columpios; los caminantes, los amantes y los demás corredores que trataban de perder o mantener su peso, o como yo, simplemente tratando de mantener mi forma.
Cuando cerré los ojos un momento, podía escuchar las conversaciones en español. Casi me pregunto si alguien hablaba inglés con fluidez, o al menos unas migajas del idioma. De repente me sentí transportado a otra época de mi vida: los meses que había experimentado viviendo en la Ciudad de México mientras terminaba mis estudios universitarios.
Al correr sobre una curva de la pista, me fijé en algo que me hubiera detenido—o al menos reducido la velocidad—si no hubiera sido por el ímpetu de mi cuerpo.
Dos jóvenes, aparentemente mexicanas, sentadas en una banca, conversaban (en español, como todo el resto del mundo en el parque). Normalmente esta escena no se hubiera clavado en mi consciencia, pero algo en su interacción me llamó la atención cuando pasé volando por la pista frente a ellas. Se estaban mirando con fijeza mientras platicaban. Se tocaban. Estaban completamente engranadas la una con la otra, obviamente dejando atrás al resto del mundo. Para ellas, no existía nadie más. Habían construido su propio universo.
Cuando las rebasé, haciendo de cuenta que no me fijaba en ellas, me di cuenta que mi lado americano descaradamente juzgó que tenían que ser amantes lesbianas. Después de todo, ¿cómo podrían ser ‘amigas, y nada más’? Después de todo, ¿cómo es posible que dos amigas se miren con tanta fijeza como esa?
Se estaban mirando directamente a los ojos y tocándose de una manera que normalmente se consideraría “fuera de límite”, o al menos descomunalmente cercana, en la sociedad anglosajona.
Pero luego, mientras seguía corriendo en círculos pensativos pero no sin motivos, encontrándome varias veces y a una frecuencia regular a estas dos princesas adorándose mutuamente, la consciencia mexicana que había madurado durante ese otoño en la Ciudad de México llegó a la superficie y sumergió al componente americano de mi modo de pensar.
Mi juicio severo abrió paso a un entendimiento… y a otras emociones.
Siendo profesor en un instituto de estudios avanzados, donde los latinos excedían la cantidad de anglos y de cualquier otro grupo étnico, lo había visto antes. Muchas de las alumnas eran recién llegadas de México, y todavía no se cohibían por los límites sociales impuestos por el emocionalmente restrictivo puritanismo americano tradicionalista. Yo había observado a las alumnas caminando del brazo, así como lo hacen las buenas amigas mexicanas y de otros países latinoamericanos. Veía cómo mis estudiantes latinas se abrazaban naturalmente, pero de tal manera que levantaría sospechas y sin duda serían juzgadas y criticadas por una sociedad puritana. Por aquí no nos damos cuenta que esto es algo normal en otros países.
Me encontré fascinado por el hecho de que estas jóvenes se daban permiso para tocarse afectuosamente, abrazarse, acariciarse.
Pero comprendí los orígenes de me fascinación. Reflexionaba sobre mi juventud cuando aún vivía en casa. Me di cuenta que mi familia se había opuesto a que nos tocáramos uno a otro. Punto final. Raras veces miré que mis padres se tocaran, y nos tocaban a nosotros, los niños, solamente cuando era necesario. El hecho de que yo era hombre solo sirvió para empeorar la situación. Dentro de la cultura americana, los hombres tenemos socialmente prohibidos tocar a los demás hombres si no queremos que nos tachen de quién-sabe-qué y con varios adjetivos corrosivos adjuntos.
En mi ambiente hogareño ultra-católico mexicano, aprendí a no tocar, aun socialmente. Me tomó años para superar esta sensación de aislamiento físico. Eventualmente, por supuesto, lo logré para poder llevar una vida normal. Me casé y tuve una hija.
Ya más mayor, di otro salto hacia la normalidad táctil a través de mis experiencias sobre la pista de baile, en donde, por supuesto, el toque es absolutamente de rigor. Ahora sí puedo abrazar a una mujer durante una pieza bailable sin sospechas, ni recriminaciones, ni malentendidos.
Por fin, soy libre para tender la mano y tocar sin sentir ninguna culpabilidad católica.
— David Magallanes es un escritor, orador y profesor jubilado de matemáticas. Se puede comunicar con él por e-mail a: adelantos@msn.com